Era de madrugada cuando tomó conciencia de la mala hora. Chequeó sus pertenencias, y aquellas que no le pertenecían pues iban como entregas de regalo para varios de sus amigos. Miró de reojo un reloj colgado en la pared y de un zarpazo cerró sus valijas. Corría detrás del tiempo intentando alcanzar la utopía. Se hacía cada vez más tarde. Ya había oído la bocina del auto que lo aguardaba en la calle, al menos tres veces. Estaba equivocado. En realidad fueron cuatro. Llegando al aeropuerto sintió por primera vez la seguridad de haber olvidado algo. Pero por más que revisaba, una y otra vez ratificaba llevar todas las cosas consigo. La sensación inamovible, persistía. Intranquilo, en todo caso, atravesó la oficina de migraciones. Pero ni siquiera el papeleo y la prisa pudieron diluir la inseguridad de haber dejado algo atrás. Cinco días y ocho mil kilómetros después al fin supo que había dejado el alma. Con el tiempo, al olvidadizo homónimo del General San Martín, antípoda de Funes, le vino a la memoria que
durante su pasajera estadía había escondido el corazón justo detrás del alma olvidada. Entonces, otra vital pertenencia había corrido la misma desafortunada suerte. Ningún reclamo por esos objetos perdidos alguna vez fue radicado. Extraoficialmente.