ZÉ ŽIKO, ALIMENTADOR DE MARIPOSAS

Entusiasta de los oráculos, perseguidor de pronósticos, sefardí y cabalista sin remedio, obsesivo rectificador de horóscopos, Zé Žiko abandonó su más reciente laburo cinco días después que Sirio reencontrara nuevamente su lugar habitual en Orión justo al cumplir un ciclo solar. Por eso pensó: “no puede ser simplemente una coincidencia”. Según Zé Žiko, un par de semanas atrás – más exactamente: una noche de verano – un torbellino abigarrado de hojas caídas lo había sorprendido llegando a casa. Entre la intempestiva hojarasca y el barullo, y en una lengua muerta que él aún sigue sin identificar, el viento le había susurrado la obligación de servir como alimentador de mariposas. Así fue. Los días siguientes, con sus respectivas noches y madrugadas en que las que sirvió como tal, Zé Žiko fue un laburante impecable; siempre fue – decía recitando mentalmente en voz en off un poema – un prófugo operario en construcción. A los pocos meses Zé Žiko ya había ganado suficiente fama entre sus conocidos más cercanos hasta el punto que varios vecinos lo consideraron el mejor alimentador de mariposas de los alrededores y, de hecho, recibió y rechazó simultáneamente varias ofertas. Era cierto. Con cada despertar, Zé Žiko reforzaba un ánimo bizarro pero inquebrantable fiel a ese oficio. Por eso, él siempre dijo que por encima de todo era la fe que llegó a profesar por su nueva (aunque lo supo siempre: también pasajera) profesión, lo que debía ser rescatado, venerado. Rumores locales más recientemente han confirmado esa noticia. Incluso se ha podido contabilizar con la exactitud de un ábaco que, a falta de pocos segundos, fueron casi setenta y siete días cargados de euforia en los que Zé Žiko pensó dedicarse provisionalmente pero por el resto de su vida alimentar mariposas. Este enmarañado asunto empezó la última noche de primavera. Más exactamente: se sincronizó con el cenit y el cambio que anuncia el equinoccio. Últimamente se ha establecido que este acontecimiento estuvo definitivamente influenciado por una casualidad cósmica. Ese día, el día se había alargado como hace mucho no lo hacía. Una tormenta galáctica, sutil pero literalmente, había desgajado el tiempo y el espacio del universo para siempre. Y aunque pocos lo supieron, ese día – o mejor: esa noche – fue la noche más larga y la menos oscura de todo este siglo. Al llegar a su posada Zé Žiko advirtió que una mariposa negra, del tamaño de su mano abierta, tal vez un poco más grande, se había posado en su cortina. La confirmación de su destino – pensó Zé Žiko – estaba dictada: desde ahora no tenía otra opción sino dedicarse alimentar mariposas. Por un momento al día siguiente pensó que todo había sido una trama generada por la falta de sueño y de sueños, y que la decisión ya tomada era una locura. Pero después y rápidamente esta idea se disipó. Vio que otra mariposa, exactamente del tamaño de su mano abierta, tal vez un poco más grande, estaba en el mismo lugar en que había visto la mariposa negra la noche anterior. Estaba equivocado. Se trataba de la misma mariposa. Era negra durante la noche pero con la luz del sol en el día, la mariposa se tornaba tornasol, técnicamente de color. Dependiendo del lugar fijo desde donde se le mirara, se podían divisar todos los colores puros del arcoíris. Zé Žiko pronto descubrió que reteniéndola fijamente y sabiendo caminar ciertos trayectos – eso sí: sin parpadear, sin perderla de vista – no resultaba difícil descubrir interminables combinaciones. En varias oportunidades le inquietó no encontrar un nombre preciso que se ajustara con las liminares coloraciones. En adelante, al levantarse, al salir de su casa, al llegar y al acostarse (sobre todo, con absoluta puntualidad en las noches de insomnio, cada vez que doblaban las campanas de una iglesia cercana que religiosamente anunciaba el cambio de horas), Zé Žiko entraba sigiloso y descalzo en la sala de su casa, intentando no provocar demasiados aspavientos, y se acercaba a la mariposa. La acariciaba con un silbido ligero, casi imperceptible que le provocaba tímidos aleteos. El repetido acto se convirtió en rito. Aunque se notaba que la mariposa, a veces, aleteaba amenazante como advirtiendo la traición del viento o atreviéndose efectivamente abandonar su sitio. En un par de oportunidades la mariposa revoloteó alrededor de la luz de la cocina. Giraba fulgurante, con ritmos inconstantes y siguiendo elípticas bien definidas, como si estuviera celebrando alguna felicidad por fin encontrada. Enseguida volvía al cuadro estático donde Zé Žiko siempre la esperaba como si por anticipado ella ya tuviera marcado el sendero, volando por intervalos, casi cayendo. En una noche lluviosa de luna llena, queriendo alcanzar la fascinante luz del peón astro, la ilusa mariposa despertó a Zé Žiko con el ruido que provocaba estrellarse mil y una veces contra el cristal de la ventana. A pocos días de acomodarse Sirio en su sitio habitual, apareció el mortal augurio. Zé Žiko supo, o quiso por fin saberlo que el tornasol de la mariposa lentamente se iba y su fe, antes intacta, se desvanecía en sepia. Poco a poco, la mariposa se fue perdiendo, y él también la fue dando por pérdida. Ella, sin embargo, insistía. Regresaba a su lugar habitual, volando por intervalos, casi cayendo, sin mayores revoloteos. Zé Žiko supo que entonces la suerte estaba echada; tal vez mejor: postrada; la decisión, tomada. No debía seguir alimentando más ilusiones. En la penúltima oportunidad, optó por acabar con todo, sin éxito. Una escoba y varias improvisaciones revelaron su falta de destrezas en la pretendida esgrima. Pero la mariposa insistía. No logró espantarla ni deshacerse de ella. Cinco días después, después del último suspiro, el silbido tenue, la última caricia, no reparó en apagar las luces de su sala, juntó las cortinas, abrío las puertas y las ventanas que permanecían aún entreabiertas, y la mariposa en un instante e instantáneamente emprendió el vuelo. Fue a buscar otra luz. Esa fue la última vez que Zé Žiko – recuerda – alimentó una mariposa técnicamente de color.

Bogotá (Colombia), 26 de marzo de 2015.
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