(Im)Posibles

¿Con qué mérito acaso rehusé por orgullo
Ponerme a tu servicio, complacer tus antojos,
Si lo mejor que tengo ama lo peor tuyo
Y sólo acepta órdenes cuando las dan tus ojos?
William Shakespeare, Soneto No. 149

Hay Imposibles que rayan en utopía.
Improbables que de entrada nutren bizarramente tu vida de una extraña ansiedad
y por momentos empujan a querer cambiar del todo las cosas,
comenzando desde los Principios.
Hay inamisibles que, sin embargo, resultan siempre tan atractivos.
O mejor: perversamente atractores,
aún cuando ambos convengamos qué máscaras son las que nos impiden denunciar
ésta,
nuestra confusa pero al fin y al cabo intuida profundidad.
Otras veces resultan ser ciertos, ciertos inverosímiles.
Tanto los algunos como los irrefutables.
Y entonces percatarse que esas mágicas convergencias fantásticamente divergen,
querámoslo o no, advierten sobre ese intrigante instante
en el cual uno alcanza a corromper el significado de lo inevitable.
Desafortunadamente, persistirán los insostenibles.
Lo maravillosamente absurdo que resulta la exactitud con que precipitadamente tú y
tu fuego me consumen,
ó la poca resistencia que implica dejar de ser lo que pretendidamente soy, cuando
me convenzo de todas estas intersecciones de las que, no sé y a la vez, sigo siendo
fiel devoto y una víctima traicionada.
Como éste, hay incontables lujos que uno no siempre puede darse.
Pues resulta inútil convocar nuestra distancia, de suyo abismalmente rebatible,
y en la que media un vacío indefendible,
indudablemente insalvable, imprescindiblemente indómito,
que ningún puente infinito, posible ó indestructible podrá prever.
Algo que nunca habría sugerido el mismo Shakespeare,
ni mucho menos permitido Berthold Brecht.
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