Descolgando su anticuada cámara de fotografías del horizonte, Santiago Carrillo pensó: “es una lástima”. Ya lo había fotografiado varias veces. Pero el cerro ese día resplandecía como nunca. Como ningún otro cerro, como ningún otro día. El panorama recientemente había sido interrumpido. Mejor dicho: intervenido. En pleno siglo XXI nadie podría decir que las catástrofes son naturales. Son humanas. Sobre todo: políticas. En Jujuy, ciudad capital de la provincia al norte de la Argentina que lleva su mismo nombre, los tecnócratas del escritorio, sentados cómodamente a miles de kilómetros de distancia en la centralidad del país, decidieron asentar un proyecto de vivienda de interés social en las adormecidas y turbulentas orillas de una montaña. El nuevo barrio, que interrumpió para siempre el encuadre fotográfico de Santiago, además fue ubicado en medio de una frontera difusa entre Tilcara y Maimará, dos municipios que desde ese momento se encendieron en una feroz disputa por quién se quedaría con la jurisdicción de Sumaipacha y, por supuesto, con sus votos. Gran ironía. Sumaipacha se contempla de cabo a rabo desde una inmemorial Pucará que, desde tiempos también ancestrales, fungía como un sitio de paz en la quebrada de Humahuaca. Tras siglos, y siglos de los siglos, el aroma de plenitud ahora fue manchado por la antropofagia electoral de la política local moderna. Empero, el problema era otro y bastante más grave. Sumaipacha fue construida en un cono de deyección, un abanico aluvial en el pie del monte. Sumaipacha fue técnica, tecnocráticamente, construida para ser tragedia. Todo esto se lo decía Santiago a don Filiberto Mamani, un anciano poblador quien miraba silenciosa y fijamente hacia la montaña. Mientras tanto Santiago se movía de un lado a otro intentando disimular sin éxito la incomodidad que le generaba no poder anular el barrio del encuadre de su lente. Después de varias tomas y de una veintena de fotos, Santiago se fue despidiendo. Don Filiberto, silencioso y fijo, seguía contemplando la montaña. Cuando Santiago se dio vuelta para continuar con su camino, escucho el susurro rabioso, sabio e irónico de don Filiberto: “Hum! Y cuando el cerro se enoje…”.