Y ahora yo busco esa memoria
Y la miro y pienso que era falsa
Y que detrás de la despedida trivial
Estaba la infinita separación
Jorge Luis Borges, Delia Elena San Marco
“Puta que pariu!”
“Bastard to you, you big hell!”
“Andáte a la concha de tu madre!”
“Quel salop!”
“Hijueputa!”
“Arschloch…”.
Le gritaron siempre. Siempre le gritaron.
Caminó en total más de siete leguas. Casi le había dado la vuelta al mundo. Fue inútil.
Intentaba huir. Pero por más que huía, sabía que ya para esa época se tenía por demostrado científicamente que el tiempo y el espacio -a diferencia de un par de siglos atrás- eran inescindibles.
El conjuro, lo condenaba. Una mujer había sentenciado, muy claramente: “para siempre”.
Entusiasta, como lo era, pensó que la malinche voz aplicaría para todo el tiempo, pero que esas palabras ignorarían cada lugar.
Paddy García fue uno de los primeros condenados al insulto anónimo, gratuito y permanente de la
gente. Su crimen: haber perpetrado una traición de desamor.
Extrañamente Paddy despertaba en cada persona -incluso en aquellas que apenas lo habían percibido un sentimiento inexplicable que sólo podía aliviarse a través de la denigración rabisalsera.
Algunos de sus vituperantes lo justificaban asociando su insólito espontáneo enojo con una extraña sensación de ardor -exactamente debajo del estómago- que les provocaba una antipatía indomeñable, dicen, y que se desarrollaba súbitamente con el simple contacto visual.
Otros, argumentaban, el fenómeno enigmático se debía al simple hecho que García siempre les parecía un forastero muy sospechoso; en varios lugares, afirmaron que era un personaje anticipado por la cábala y que venía, desde un supuesto “más allá”, a cobrar deudas impagas, vengar muertes y, en el mejor de los casos, adornar con latrocinios sin sentido las tranquilas geografías locales.
En una ocasión, resistiendo épicamente el sinsabor que lo acompañaría toda la vida, Paddy, tal ave de paso por una de las angostas calles de Resistencia, la ciudad más compasiva de las que se encuentran en el Chaco argentino, advirtió que una joven que se asomó tímidamente por un balcón y que no vociferaba mal-palabra alguna, tal y como él ya estaba más que acostumbrado.
Fue la única persona que se apartó de la injuria. Por eso, para Paddy resultó tan resplandeciente que resaltaba entre la marea de ruidos que convocaba la rabiosa multitud.
Encontró en ella un murmullo piadoso que lo rescataba a través de la mirada.
La joven se llamaba Susana Sarandí. Fue rebautizada después de haberlo hecho ya oficialmente con la sola excusa de ensayar una especie de traducción calibana, para honrar su alter ego sajón y que aparecía continuamente en varias películas que habían llegado al city pueblo.
La única diferencia que mediaba entre la criolla y la sajona es que una vivía mientras la otra –aún jovenya había muerto.
García dejó pasar el feliz alivio de aquel momento, aunque siguió reproduciendo mentalmente la imagen de ese recuerdo varias veces, varios meses.
Por un instante, pensó –erróneamente- que se trataba de una primerísima señal que su maligno destino, poco a poco, no podía durar tanto y por fin se convencería de desvanecer. Igual no lo averiguó. Y, así, el misterio hallado fue paulatinamente evaporándose de su cabeza.
Nunca supo -ni tenía por qué saberlo (ella tampoco)- que en 1542, cuando Postdam no era Postdam, y la mayoría de sus pobladores la nombraba caprichosamente: Poztupimi, él y Susana Sarandí, en una de sus tantas vidas inmediatamente anteriores, habían sido dos apasionados amantes.
Se amaron tanto que –incluso- el Amor se habТa puesto celoso.